A propósito de El hombrecito vestido de gris, por Laura Díaz Ródenas
"La vida pone, a veces, finales tristes". Es la frase lapidaria con la que Fernando Alonso (1941) remata el cuento con el que abre El hombrecito vestido de gris, de título homónimo. Por supuesto, las mentes bienpensantes encontrarán alivio en el final feliz alternativo y hasta decididamente mojigato e hipócrita, pero respetemos el cierre negro del autor. El objetivo: despertar conciencias entre los más jóvenes, esos adolescentes y púberes en plena ebullición que, como corresponde a su edad, empiezan a cuestionar el orden natural de las cosas. El relato, esta breve historia de autorresignación, proyecta un mensaje claro: el cuestionamiento del inmovilismo tiene un coste y comulgar con los valores imperantes resulta menos caro.
"La vida pone, a veces, finales tristes". Es la frase lapidaria con la que Fernando Alonso (1941) remata el cuento con el que abre El hombrecito vestido de gris, de título homónimo. Por supuesto, las mentes bienpensantes encontrarán alivio en el final feliz alternativo y hasta decididamente mojigato e hipócrita, pero respetemos el cierre negro del autor. El objetivo: despertar conciencias entre los más jóvenes, esos adolescentes y púberes en plena ebullición que, como corresponde a su edad, empiezan a cuestionar el orden natural de las cosas. El relato, esta breve historia de autorresignación, proyecta un mensaje claro: el cuestionamiento del inmovilismo tiene un coste y comulgar con los valores imperantes resulta menos caro.
En la línea que
inauguraba Ignacio Ballester con la interrogación en torno a la mordaza que
acalla la voz del protagonista, considero que, lo que Alonso viene a señalar
con esta primera alegoría, adscrita a esas 8 soledades compartidas que
conforman la obra publicada por Alfaguara en tiempos de la transición, es que la represión nos repugna, pero nos plegamos
ante la integración. En este sentido, la aparente sencillez del cuento se
reviste de un trasfondo que nos permite trabajar ampliamente en este viaje de
introspección social y nos permite reflexionar acerca de nuestro compromiso en
materia de defensa de las libertades individuales. El derecho a ser uno mismo y
mostrarnos como tales frente a la impostura en los márgenes de lo socialmente
aceptado es el debate que salta a la palestra tras la lectura.
Para salirse de
la norma basta con pensar, decir o hacer cosas distintas a la mayoría. Más allá
de la rebeldía sin causa y la provocación mal entendida como fin en sí mismo,
la voluntad de encajar, y hasta de pasar indadvertido, siembra cortapisas. Pero
insisto, éstas transcienden el plano de la verticalidad para instalarse en la
cotidianeidad de la interiorización de actitudes y comportamientos. Por
ejemplo, ataviarse con una vestimenta más allá de las prescripciones de la
mercadotecnia para muchos puede juzgarse como una trasgresión. Y qué decir de
la voluntad de alzar la voz y hacernos oír por encima de la masa silenciosa…
¿Cantar? So pena de ser expulsado de la comunidad, denigrado por tus iguales
–recordemos que riegan al protagonista cuando sale a la terraza– y despedido
del trabajo.
Como el propio
autor confesaba en el encuentro que tuvo lugar en el Aula Cultura de la CAM de
Alicante el pasado 18 de noviembre, él pertenece a la vieja escuela que
defiende la responsabilidad social del escritor. Influenciado por la literatura
beatnik, Alonso retrata, a menudo, outsiders y sus creaciones se enmarcan
en la dinámica de la reivindicación y la protesta. De hecho, El hombrecito vestido de gris se entendió
como unas de las primeras obras representativas del inicio de la andadura de la
democracia y hubo de enfrentarse a la censura para ver la luz en 1977, después
de recibir el Premio Lazarillo, a pesar de datar de cuatro años antes. Junto al
escritor burgalés, Juan Farias (1935-2011) y Joan Manuel Gisbert (1949), con Algunos niños, tres perros y más cosas y Escenarios fantásticos, respectivamente, forman una triada de
autores pioneros en poner el dedo en la llaga de la frágil búsqueda de espacios
de libertad y autorreconocimiento.
El propio Alonso ha definido su obra como la ejemplificación de historias de seres oprimidos en pos de determinadas estructuras que sueñan con cambiar las cosas. Habla de "raíces" y "alas", entendiendo las primeras como "un corpus heredado de conocimiento que nos hace poner los pies sobre el suelo", mientras que "las alas vendrían a encarnar el futuro con el que soñamos". Muestra de su respeto por las raíces es el hecho de que la tradición popular atraviese su obra con la introducción de claras referencias al cancionero o incluso de ciertos refranes. Sucede, por ejemplo, con la canción de corro que interpretan en El árbol de los sueños, y más aún, con el denodado empleo de fórmulas de inicio características de los cuentos orales -ese pretérito imperfecto del "Había una vez..."-. No obstante, si bien su obra, como decíamos, resulta de fácil lectura no renuncia al simbolismo y, en general, a los imperativos de la buena literatura, lo que, sin duda, la avala para ser llevada al aula de la ESO y de Bachillerato y ocuparnos de los distintos niveles de (re)interpretación.
El realismo mágico que destila, en conjunto, su producción, construido sobre el binomio realidad/fantasía, refleja sensibilidades contemporáneas de hoy y de hoy entonces. De ahí la oposición a la difusión de la historia de este hombrecito de gris, que recuerda a la del desgraciado soldadito de Anderse, por parte de regímenes autocrácticos que históricamente han puesto trabas a este tipo de literatura por lo que de subversiva pudiera tener. Y es que, ya se sabe: los niños de hoy son los del mañana. La monotonía, la conformidad, el continuismo, el prohibicionismo y la negación de la alteridad y la autodeterminación son la tónica del discurso dominante. Pensemos pues en esta vigencia del hoy igual que ayer, de ese falso dolor de muelas que muta en la venda en los ojos que nos ponen y nos ponemos, si no queremos que frustre nuestro futuro.
El propio Alonso ha definido su obra como la ejemplificación de historias de seres oprimidos en pos de determinadas estructuras que sueñan con cambiar las cosas. Habla de "raíces" y "alas", entendiendo las primeras como "un corpus heredado de conocimiento que nos hace poner los pies sobre el suelo", mientras que "las alas vendrían a encarnar el futuro con el que soñamos". Muestra de su respeto por las raíces es el hecho de que la tradición popular atraviese su obra con la introducción de claras referencias al cancionero o incluso de ciertos refranes. Sucede, por ejemplo, con la canción de corro que interpretan en El árbol de los sueños, y más aún, con el denodado empleo de fórmulas de inicio características de los cuentos orales -ese pretérito imperfecto del "Había una vez..."-. No obstante, si bien su obra, como decíamos, resulta de fácil lectura no renuncia al simbolismo y, en general, a los imperativos de la buena literatura, lo que, sin duda, la avala para ser llevada al aula de la ESO y de Bachillerato y ocuparnos de los distintos niveles de (re)interpretación.
El realismo mágico que destila, en conjunto, su producción, construido sobre el binomio realidad/fantasía, refleja sensibilidades contemporáneas de hoy y de hoy entonces. De ahí la oposición a la difusión de la historia de este hombrecito de gris, que recuerda a la del desgraciado soldadito de Anderse, por parte de regímenes autocrácticos que históricamente han puesto trabas a este tipo de literatura por lo que de subversiva pudiera tener. Y es que, ya se sabe: los niños de hoy son los del mañana. La monotonía, la conformidad, el continuismo, el prohibicionismo y la negación de la alteridad y la autodeterminación son la tónica del discurso dominante. Pensemos pues en esta vigencia del hoy igual que ayer, de ese falso dolor de muelas que muta en la venda en los ojos que nos ponen y nos ponemos, si no queremos que frustre nuestro futuro.
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