miércoles, 22 de enero de 2014

El esqueleto del audiovisual y otros 'vicios'

A propósito de Campos de fresas, por Laura Díaz Ródenas


Luciana tiene 17 años y está en coma tras sufrir un golpe calor producido por la ingesta de éxtasis. Es el día después. 6 horas, 39 minutos: suena el teléfono y sus padres despiertan con la llamada fatídica del hospital. Mientras, todavía convulsos por lo sucedido y con el bajón aparejado al desenfreno de la cultura de club, sus amigos permanecen en la sala de espera. A las 7:02, Eloy, el novio de la chica, recibe el mazazo. Ocho minutos más tarde la noticia llega a casa de su mejor amiga bulímica, aunque es la madre quien descuelga el auricular. 




Así comienza la novela de Jordi Sierra i Fabra (1947) Campos de Fresas, con una secuencia en tiempo real que nos traslada de lleno a la acción que sigue a una noche de fiesta de un grupo de jóvenes cualquiera que sale a recrearse al ritmo de la música mákina. Como si de un capítulo de 24 se tratara, el formato ágil y directo de la narración facilita su traducción a la lógica estética del audiovisual. Para el lector juvenil y nativo digital automáticamente salta el resorte que traslada la sucesión de hechos al uso de la pantalla divida en televisión. Ahora, conserva ese formato, que permite proyectar en simultáneo, y cambia las facciones marcadas de Kieffer Sutherland por los rostros lisos de los muchachos de Bristol que protagonizan Skins. ¿Cuadra con la lectura, no? Por ahí iba quizá Juan Miguel López cuando reclamaba una película para el gran público. Desde luego, Sierra i Fabra es uno de los autores con más tirón entre el público joven. 

Como diría la profesora de la Universidad de Valencia Gemma Lluch, la situación inicial característica de la tradición oral y la novela del siglo XIX se diluye aquí para enganchar directamente al lector con la presentación del conflicto en primera página. La tensión se desplaza incluso a los paratextos. Desde el minuto uno, el narrador onmisciente aprovecha su posición para bombardear al lector con información y captar su atención. En adelante, el interés pasa probablemente más por la estructura que por la complejidad de los personajes o por el argumento. El ritmo frenético, la lucha a contrarreloj contra la muerte en esa partida de ajedrez que despliega Sierra i Fabra de Luciana contra las negras, es lo que imprime carácter a la obra. Y es que, como bien anuncia SM en su contraportada,  Campos de fresas no es más que (otra) "novela realista sobre las drogas de diseño y las discotecas, su marco propagador". ¿Acaso importa?

La crónica de las horas posteriores al coma de la protagonista se mueve en los márgenes que fija un amanecer saturado de porqués, entre las preocupadas voces de los padres y las insistentes llamadas a la racionalización de la aleatoriedad que se  ha cebado en su amiga de los colegas, y la  búsqueda por parte de Eloy del camello que vendió a su chica la pastilla con el objetivo de dar con la composición explosiva de la sustancia. Pronto Luciana -Luci, en homenaje seguramente a la Lucy in the sky with diamonds de The Beatles- ocupa la primera plana y todo estalla a su alrededor: sus progenitores, su hermana pequeña, su mejor amiga, que padece un trastorno alimentario y la necesita para luchar contra su enfermedad, los médicos, la policía que persigue al traficante y éste que se enfrenta a su jefe... Y ajeno a todo, en alguna nave de las afueras, Raúl, uno de los implicados en el suceso, continúa moviéndose al sonido machacón de la electrónica… 

Como vemos, la ficción no aspira a la constitución del original canónico, sino que se nutre de un poso infinito de sedimentos para (re)componerse. Busca la sensación del "yo he estado aquí" y me reconozco para llegar al "es igual que yo". Apela, por tanto, a la presencia de puentes a partir de los lugares comunes. El carácter inclusivo del reparto coral conecta en lo superficial con las sensibilidades coetáneas y bebe de estereotipos reconocibles que potencian la  identificación a la americana, empezando por llamar a la mujer por el apellido de su esposo o por la introducción del personaje del periodista hambriento de carnaza y sensacionalismo. Habría que reconocer al tres veces premiado con el CCEI y Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil en 2007 Sierra i Fabra, en todo caso, la huida del tópico de la familia disfuncional con hijos propensos al abuso de las drogas.

La conexión entre el último segundo de la hora precedente con el primero de la hora posterior es el sello distintivo de la serie estadounidense encabezada por el agente Jack Bauer con la que establecía un paralelismo al inicio de esta reseña. La hiperactividad del montaje enlaza en el relato del literato catalán con la fragmentación de la historia en capítulos cortos y bien hilados que mantienen el suspense  y pegan al lector a las páginas. Lo interesante es que, al igual que sucede con la controvertida producción británica Skins, más cercana en cuanto a temática a la generación que describe Sierra i Fabra, cada uno de los capítulos de Campos de fresas corresponde a la mirada de uno de los personajes que orbitan alrededor del personaje principal.

En ambos relatos, el uso de un lenguaje franco, dispuesto en oraciones simples, y hasta de algunos términos procedentes de la jerga adolescente pegada a los siglos XX y XXI, ayuda a acomodar al público objetivo en la lectura/visionado de los pasajes de la historia. La pluma/cámara se sitúa a la altura de los ojos de estos chavales para los que el día despunta con el despertar hacia la vida adulta, aunque en el caso de los ingleses la mirada se despoja de la dimensión educativa y ejemplificadora que sí pretende conciliar el melómano Sierra i Fabra. En la página de agradecimientos el autor explica un par de casos verídicos con los que ata su mensaje: "No bailéis con la muerte".






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