martes, 21 de enero de 2014

Crónica de la posguerra por una vaca ilustrada

A propósito de Memorias de una vaca, por Laura Díaz Ródenas 


Mo no es una vaca cualquiera. Al nacer hubiera preferido ser caballo brioso o gato persa. Hoy se reconoce como hembra Omega y reniega de sus congéneres vacunos, felices en la ignorancia de pacer y pastar. Hoy echa la vista atrás para cumplir con lo prometido a El Pesado, la voz de su conciencia, y comienza a escribir la crónica de su vida, una existencia marcada por el periodo de posguerra en el País Vasco. Esta es la premisa con la que Bernardo Atxaga (1951), el más traducido autor en lengua euskera, abandona la geografía imaginaria de su más conocida Obabakoak, para recuperar un tiempo pasado y desafiar el discurso monológico –nacionalista o nacional- en clave fantástica. Lo que preocupaba al autor era el presente, la revisión de lo que él mismo había vivido a caballo de los años sesenta y setenta. Por eso fijó unas coordenadas espacio-temporales tan precisas. Pero vayamos por partes.






Nuestra protagonista viene al mundo en 1936 en un caserío de Balanzategui que provee de suministros a quienes todavía resisten contra el general alzado desde los montes. Cuando Gafas Verdes advierte las artimañas de Genoveva y El Encorvado, liquida al empleado de la dueña y se hace con las dependencias, dejando al mando a los gemelos Dentudos. Mo y su amiga, la Vache qui rit, que repite sin cesar que "en este mundo no hay cosa más tonta que una vaca tonta" e instruye a su igual en los pormenores de la guerra civil, escapan y son vejadas en las fiestas populares de una localidad cercana, antes de lanzarse a los caminos nuevamente y huir. En adelante, las íntimas compañeras verán diezmados los campos que antaño eran su hogar y decidirán separarse. La Vache se unirá a la manada de jabalíes que continúa en pie de lucha, mientras que Mo partirá sola. Tras vagar una temporada, la protagonista se topará con Pauline Bernadette y acabará por instalarse junto a ella, que huye de un pretendiente, en un austero convento desde el que compone sus memorias.

Al compás de una prosa sencilla, aunque trufada de metáforas y refranes, Atxaga, convertido en narrador omnisciente, da la palabra a Mo, que rumia sus pensamientos y desplaza “a salto de mata” el foco de interés del relato de las descripciones al diálogo con El Pesado, lo que, en verdad, no es más que un soliloquio disfrazado consigo misma. El perfil reflexivo de la res le permite filosofar sobre la actividad que la rodea, dejando entrever una variopinta y creíble galería de personajes con distintas virtudes y actitudes ante la vida y la contienda. Los aforismos y dichos populares con los que Mo tiende a resolver las conversaciones con su conciencia nos remiten a Sancho Panza, el más digno hijo del pueblo, quizás.

Pensar el pasado y digerir el dolor derivado del conflicto es la mejor terapia para cicatrizar heridas. A través de un ejercicio de memoria histórica, Atxaga se acerca a una época de agitación que todavía en nuestros días genera controversia y, al hacerlo a través de la mirada de una vaca, su intento resulta más amable de lo que a priori pudiera antojarse. La lectura a partir de 12 años acerca el valor de la memoria a los chavales y la necesidad de escribir la historia de uno mismo, más que la historia en mayúsculas, para (re)conocerse. Tanto los saltos temporales como la profusión de léxico francés pueden complicar la tarea; sin embargo, los momentos de comicidad y lecciones más obvias, como la aceptarse a uno mismo, relajan la ampulosidad de la novela.

La capacidad de raciocinio de Mo, empeñada en demostrar y demostrarse que no tiene ni un pelo de tonta, constituye una forma llana de acercar la historia reciente de España a nuestras aulas. Al abrir Memorias de una vaca, el lector se encontrará con retazos de los más de cincuenta años que van de finales de la década de los años treinta hasta principios de los noventa, en una novela cargada de un simbolismo al alcance de los adolescentes. A saber: intuitivamente, por ejemplo, los lobos representan lo que nos aterra y nos gustaría borrar del mapa, que, en el caso que nos ocupa, nos traslada a los montes vascos.

Lo que más sorprende es el realismo cronotópico con el que el literato ubica la acción. El paisaje verde y las gentes hechas así mismas de la tierra del que fuera bautizado como José Irazu Garmendia –Bernardo Atxaga es el seudónimo por el que lo conocemos– marcan su literatura. De hecho, el autor rescata figuras notables de las efemérides que nos permiten continuar trabajando contenidos transversales y ahondar en el anecdotario de la Resistencia. Entre los más obvios, el apellido vasco Usandizaga por el que responde El Encorvado, que concuerda con el del conocido compositor de ópera del título Mendi Mendiyan (1911), que se traduce por “En pleno monte” y enlaza con la rúbrica que usaban en ocasiones los maquis para firmar sus documentos: "los del monte". El guiño al maqui cántabro Juanín funciona en la misma línea. Y lo mismo pasa con el sacerdote Père Larzabal, cuyo nombre hace referencia al dramaturgo vasco-galo que colaboró con los franceses durante la Segunda Guerra Mundial para unirse en los 60 y los 70 a la partida que se estableció en el País Vasco francés para dar cobijo a exiliados políticos vascos. Por supuesto, nada de esto llegará por sí solo al alumno y tampoco es necesario que así sea. Podemos capear los niveles de interpretación y valoración a nuestra conveniencia, aunque posiblemente baste con que estas memorias auxilien a los jóvenes estudiantes en su proceso de maduración y compresión del entorno.

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