martes, 21 de enero de 2014

Chao dice adiós al sobrio negro y osa pensar en color

A propósito de La Casa Pintada, por Laura Díaz Ródenas


La primera vez que Chao avista la Casa Pintada del emperador Huang-Ti viaja a hombros de su abuelo dentro de un cesto que se balancea colgado al extremo de una caña de bambú. Al otro lado, cuelga otro cesto lleno de verduras, que habrá de ser la mercancía por la que saquen algunas monedas en el mercado de abastos de Pekín. El niño tiene sólo 5 años y habita en una pequeña aldea de la China rural. Ocupa un lugar insignificante en una escala remota de poder, pero cuando su retina percibe el verde, el rojo, el amarillo, el blanco y el azul que iluminan el palacio imperial se propone cambiar el negro uniforme que domina los extramuros de la impresionante construcción por estos colores. Su propósito será tener su propia casa pintada y, habida cuenta de que no puede costeársela con la calderilla que saca con su primera transacción comercial, para lograrlo prevé conquistar los elementos.



Más allá del relato costumbrista oriental, Montserrat del Amo (1927) procura en La casa pintada una valiosa lección de sabiduría zen sobre la relatividad del éxito y el fracaso, así como del valor del tesón, y más aún de la solidaridad, por encima de la condición de clase. "¿Era posible triunfar fracasando? ¿Se podía llegar a la meta por caminos desconocidos?", se pregunta Chao al final de la obra. Y mucho antes, el pequeño se niega a aceptar las palabras de su vecino Kum Tsé, el ilustrado de la zona, el único que sabe leer y escribir, y vecino de su familia, cuando éste le indica que sólo el emperador, señor del Universo, puede vivir en un palacio de colores. “Las falsas ilusiones son como la comenta que arrebata el viento”, advierte el viejo erudito al abuelo del chico, a lo que el abuelo responde: "Los justos deseos son como el grano de arroz que cae en tierra. Puede perderse en agua y barro o lograrse en espiga". En otras palabras: los colores son de cualquiera, pero ha conseguirlos. Estimulante proverbio este último que insufla aliento a las aspiraciones de Chao.

Lo importante en esta historia es la evolución del personaje. Chao falla al intentar apoderarse del azul con una cometa que le aúpe al cielo como también cae en desgracia al tratar de dominar el fuego con un farolillo gigante que acaba por incendiar su hogar. Llegado a este punto, lo fácil sería rendirse y renunciar, pero nada más lejos de sus intenciones. En su décimo cumpleaños, el abuelo anuncia que visitarán la capital durante las fiestas de Año Nuevo. A cambio pide al muchacho que limpie de malas hierbas el huerto. Recordemos que en la anterior ocasión, a Chao tan sólo se le había demandado paciencia hasta la llegada de la primavera. La diferencia es que ahora ya no es tan niño y ha de echar una mano lejos de las faldas de su madre, a la que le cuesta reconocer que su hijo se hace mayor. La nueva visita a la ciudad llevará a Chao a plantearse  un nuevo objetivo: convertirse en el mejor de los equilibristas del país para llevar a cabo alguna de las exquisitas funciones que el emperador acoge en su palacio.

Entrenando duro y sirviéndose de lo que tiene a su alrededor para practicar –bambú y piedras, ante todo– Chao progresa en sus acrobacias y llega a formar equipo con Li, la nieta de Kum Tsé, que demuestra ser muy habilidosa con las pértigas y tener carácter al contrariar a su abuelo asociándose con el protagonista. Pasado un año, con la llegada de las fiestas, la pareja emprende camino a Pekín con su proyecto en mente, pero entremedias los sorprende una riada y sacrifican su espectáculo para salvar de la muerte a otros viajeros. Se quedan sin material y sin fuerzas, además de orillados cada uno a un margen del río, y se convencen de que sus anhelos se han hundido con el puente. La contrapartida positiva llega a su regreso a su pueblo natal, cuando los vecinos y la gente de los aledaños los reciben entre aplausos y muestran a Chao el resultado de haber aunado esfuerzos: han pintado su casa con el verde jade de un collar, el azul del añil de una lavandera, el amarillo del azafrán traído por el padre de un niño agradecido y el blanco de la harina de arroz de otro.

Al estilo de lo que sucede con las parábolas, la narración transmite una lección moral, especialmente significativa en la franja de edad a la que va dirigida la narración que nos ocupa por lo que de etapa para el descubrimiento de la propia identidad y la autonomía individual entraña la adolescencia. El relato descansa sobre los cimientos de la ambición y la superación, pero también de la renuncia y la solidaridad. Y es que, en suma, el camino para lograr nuestros objetivos no siempre es el mismo que sospechamos.


La linealidad en la progresión de la historia y su sencilla estructura ayudan a realizar esta lectura. La Premio Lazarillo y Premio Nacional de Literatura Infantil, que acumula a sus espaldas más de medio centenar de obras, escribe este La casa pintada, por el que recibió el Premio CCEI, de forma cronológica en tercera persona y se convierte en narradora que todo lo sabe para dar la palabra a los personajes sin sobresaltos. A su favor juega probablemente también la brevedad, una baza que la escritora madrileña y licenciada en Filosofía y Letras por la Universidad Complutense, sabe jugar gracias a que es una de las voces más activas de la narrativa oral desde que se iniciara como cuentacuentos en la Biblioteca Nacional de Madrid en los años cincuenta. Y cómo no citar en este brevísimo perfil la pasión de Montserrat del Amo por viajar. Para muestra la presente obra, que constituye material de indudable interés para acercarnos al aula de primer ciclo de secundaria desde una perspectiva intercultural, tan en boga hoy día. Otro valor añadido para recomendar su lectura.



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