A
propósito de Caperucita en Manhattan, por Laura Díaz Ródenas
Sara Allen, la precoz
protagonista de la novela de Carmen Martín Gaite (1925-2000) Caperucita en Manhattan, es una niña de diez años espabilada y sagaz que vive en Brookly y anhela conocer Manhattan. Reniega de las convenciones que trata de inculcarle su madre -aborrece, ante todo, sus rutinas- y venera la independencia que su abuela se empeña en preservar. Esta última, una ex cantante de music hall con cierta afición al licor, al juego y a los amores pasajeros, que no vacila en transgredir muchas de las normas sociales que nos encorsetan, dice de su nieta que aprendió a leer antes que a andar. Y es
probablemente en ese mundo de ficción donde esta heroína moderna encuentra la
vía de escape que reclama para sí.
Los tres primeros
libros que Sara-Caperucita lee son las historias de Robinson Crusoe, Alicia en el
país de las maravillas, y Caperucita
Roja y, por diferentes que sean, la pequeña aprecia en ellas un hilo
conductor: "Todo tenía que ver con la libertad". A juzgar por ella, "la
aventura principal era la de que fueran por el mundo ellos solos, sin una madre
ni un padre que los llevaran cogidos de la mano, haciéndoles advertencias y
prohibiéndoles cosas. Por el agua, por el aire, por un bosque, pero ellos
solos". Libres, al fin y al cabo. Este canto a la emancipación entronca con una
declaración de intenciones que toma fuerza en la tradición literaria del viaje,
entendido como metáfora vital del proceso de maduración y crecimiento del
protagonista. Antroplógicamente, el viaje que emprende Sara, y antes de ellla la Caperucita original de Charles Perrault, tiene su paralelismo en los ritos de iniciación a la edad adulta de las sociedades primitivas.
En ambos relatos la transición se materializa en el trayecto de la nieta hacia casa de su abuela para llevarle una cestita con la merienda. El viaje clásico al fondo del bosque evoluciona en la adaptación de Martín Gaite a la Nueva York actual, la galette se transforma en una deliciosa tarta de fresa y la historia la pueblan los mismos personajes del famoso cuento popular, arquetipos fácilmente reconocibles que activan el intertexto lector. La moraleja, eso sí, es bien distinta: mientras que la narración de Perrault incide en los peligros de la desobediencia, que Caperucita paga con la muerte en las fauces del lobo feroz; Martín Gaite apuesta por reivindicar la conquista de la libertad en clave femenina, más allá de la constricciones de la condición de hija, esposa o madre.
La abuela, conocida en sus tiempos por el nombre artístico de Gloria Star, empuja a Sara ser ella misma y a tomar sus propias decisiones, mientras que su madre, Vivian Allen, tan sólo es capaz de advertir malos presagios en las ansias de forjar su propio camino/destino de su hija. Sendos modelos de mujer, siendo una la antítesis de la otra, nos remiten a las sociedades en las que vieron la luz uno y otro relato; esto es, el absolutismo del siglo XVII del original, encarnado en la figura de Luis XIV, y la democracia contemporánea estadounidense de la versión de la que fuera la primera mujer en obtener el Premio Nacional de Literatura en 1978.
Transponiendo lo que ambas féminas simbolizan, Martín Gaite contrapone, en última instancia, dos visiones del mundo: el acatamiento de la subordinación y la disciplina frente a la búsqueda de espacios de autonomía y liberación. Lo vemos en el privilegio del orden por encima de todas las cosas de un ama de casa volcada en la repostería, cuya mayor virtud es la de ser la artífice de la mejor tarta de fresa que jamás nadie haya probado y ante todo cuidadora de los suyos, frente al relativo caos y la soledad en los que se instala la abuela por elección propia. En esta lucha de poderes, la autora, sin duda, es cómplice de la protagonista, a la concede licencia para pensar(se) y ser ella misma.
La figura de miss
Lunatic será el catalizador que opere definitivamente esta transformación.
Siguiendo la estela del rol de coadyuvante desempeñado por el cazador en la
revisión del clásico que hacen los hermanos Grimm en el siglo XIX, este
personaje auxilia a nuestra Sara-Caperucita. Ahora bien, no lo hace
rescatándola de ningún peligro, sino abriéndole los ojos para abrazar nuevos
horizontes. Sea cual sea la interpretación que hagamos de esta anciana dama
solitaria que vaga por la gran urbe –seguramente el espíritu de la madre del
escultor de la estatua que ilumina el mundo o simplemente el alma de la estatua
de la Libertad–, miss Lunatic será la que insufle de aliento a Caperucita para
adentrarse en una órbita nueva: la de la lucha por la LIBERTAD de nuestro
siglo.
De acuerdo a la Morfología del cuento del ruso Vladimir Propp, el rol de miss Lunatic será el de sabia-guía, el antiguo chamán de las tribus de antaño, si volvemos la vista a la analogía que hacíamos al principio de esta reseña. Miss Lunatic podría verse incluso como una creación de la niña para reparar los defectos de una madre que, sin quererlo, le da la espalda, lo que, por otra parte, conectaría con la fantasía que impregna la escritura de Martín Gaite. En palabras de este personaje: "las gentes que tienen miedo a lo maravilloso deben verse constantemente en callejones sin salida" e indiscutiblemente Sara, con su miranfú por bandera, no tiene miedo a lo maravilloso.
Pero todavía hay más. Y
es que el personaje es verdaderamente rico en matices. La autora salmantina
vincula a miss Lunatic con la Celestina de Fernando de Rojas, siendo ambas
astutas "damas" versadas en diferentes
artes. "A quien dices tu secreto, das tu libertad", es la máxima con la que
Martín Gaite abre la segunda parte de su novela. Y con ellos juega con las competencias y experiencias literarias de los lectores. Partiendo especialmente de los cuentos populares como referente creativo, la narradora insta al lector a convertirse de alguna manera en co-autor e interlocutor activo en la construcción de sentido y significación en función de sus posibilidades.
El planteamiento formal, mientras tanto, no entraña mayor complejidad y atiende a los requisitos formales del relato tradicional, que se fundamenta en el esquema de planteamiento, nudo y desenlace, el uso de la tercera persona del singular, el empleo del pretérito imperfecto de indicativo como tiempo verbal predominante y la alternancia equilibrada entre la descripción, la narración y la transcripción directa o indirecta de diálogos entre los sujetos de la acción, a grandes rasgos.
En cualquier caso, la clave reposa, como adelantábamos, en el papel del receptor en su interacción con el texto, pues de él depende anclar ese final abierto que rota alrededor de las palabras del filósofo Picco della Mirandolla: "No te hice ni celestial ni terrenal,/ ni mortal ni inmortal, con el fin de/ que fueras libre y soberano artífice/ de ti mismo de acuerdo con tu designio". La vida de Sara -entiendo yo- está por fin en sus manos y puede hacer con ella lo que su voluntad disponga. Precisamente así continúa esta cita, señalando cómo, haciendo uso de nuestro libre albedrío, podemos crecer o degradarnos: "Podrás degenerar a lo inferior, con los brutos; podrás realzarte a la par de las cosas divinas, por tu misma decisión".
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